El poder Transformador del Arte

(EL CASCANUECES)

Todo empezó con una simple curiosidad.
Estaba investigando sobre personajes que pudieran ocupar un espacio en mi obra, la NeoFalla Navideña, y el cascanueces siempre había estado ahí, como una figura elegante, vestida de gala, firme y protectora. Lo había visto en escaparates, en películas, en ilustraciones… pero me di cuenta de que en realidad no sabía nada sobre él.

Así que me propuse investigar. Y lo que encontré al principio me sorprendió: el cascanueces no siempre fue ese héroe navideño que conocemos hoy.

Empecé a tirar de un hilo fino: la pista me llevó a Alemania, concretamente a la región de Erzgebirge, en los Montes Metálicos. Ahí, en el siglo XVII, comenzaron a tallar en madera unas figuras muy distintas a las que imaginaba. No eran delicadas ni entrañables. Eran toscas, duras, incluso grotescas. Tenían grandes mandíbulas, ojos saltones, rasgos exagerados. Y no eran cualquier figura: se tallaban como soldados, reyes o personajes de autoridad.

Cuanto más leía, más clara se hacía la imagen: no eran héroes, eran caricaturas. Burlas de madera con uniforme, bigote y corona. Y lo mejor —o lo peor, según se mire— es que su función no era solo abrir nueces. Era un gesto simbólico y directo: meter la nuez en su boca, accionar la palanca y verla crujir como si le rompieras los dientes al mismísimo poder. Una sátira popular que, con humor y crudeza, daba al pueblo la sensación de revancha frente a quienes gobernaban sus vidas.

Ahí entendí que el cascanueces había nacido como algo muy diferente a lo que ahora vemos. Su origen estaba manchado de burla, de rabia disfrazada de risa.

Pero como suele ocurrir con las historias, el tiempo lo cambió todo. En 1816, el escritor E.T.A. Hoffmann publicó El Cascanueces y el Rey de los Ratones, y el personaje empezó a transformarse. En lugar de ser un grotesco bufón, se convirtió en un valiente guardián que defendía a una niña en una noche mágica.

Años más tarde, en 1892, Tchaikovsky lo llevó al ballet, y ahí el cascanueces se hizo eterno. La música, la danza y la escenografía borraron casi por completo su origen satírico. De pronto, era un símbolo de protección, de ternura, de Navidad.

Mientras reunía todas estas piezas, me di cuenta de que la historia del cascanueces es mucho más que una curiosidad. Es una historia de transformación, de cómo algo nacido para ser grotesco y burlón puede convertirse en algo bello, heroico y querido. Y esa es, para mí, una historia de amor: el amor del arte por cambiar el mundo, por darle nuevos significados a las cosas, por rescatar lo roto y convertirlo en un símbolo.

En mi Neofalla navideña, el cascanueces tendrá las tres caras de su historia: el burlesco original, el que se transformó por la literatura y la música, y el que yo imagino creado por Santa Claus, estilizado y protector. Tres momentos que cuentan un mismo viaje: del desprecio a la admiración, de lo grotesco a lo bello.

Un recordatorio de que incluso las obras más icónicas nacen entre la inseguridad y la superación.